Y una parte de mí se rompió.
O mejor dicho, se separó.
Pero no de una forma agradable o placentera como quien disfruta del dolor que provocan las picaduras de mosquito, esto fue algo más parecido a cuando una de tus extremidades se ve atrapada entre las fauces del más feroz de los cocodrilos, lo ves y duele, lo piensas y te horroriza, y en el fondo, sabes que nunca más volverás a ver lo que sea que hayas perdido en la boca del lobo. O del cocodrilo, mejor dicho.
Y qué jodido cuando te das cuenta de que esa parte que se llevan las fauces era el ingrediente principal de tu felicidad.